Si el camino de la redención pasa por la humillación bien podría decirse que Lance Armstrong ha recorrido ya la mitad. O el de la venganza, si es eso lo que busca el mito, solo y abandonado por su gente, convencido como nunca de ser víctima de una injusticia.
Como ciclista y como persona, Armstrong fue único, el rey del ditirambo: un superhombre capaz de superar un cáncer y ganar siete Tours seguidos doblegando como nadie los escasos días de flaqueza. Y la hipérbole, que también acompañó, como a Midas, a todos los negocios que emprendía, incluida una fundación contra el cáncer, y a todas las ganancias colaterales consecuencia de sus éxitos deportivos, aumentó incluso con su caída: la del mayor tramposo de la historia del deporte, se dijo, la del hombre que organizó, según la descomunal acusación de la USADA, el más sofisticado sistema de dopaje que el hombre había conocido.
Como dopado, y haciendo caso de lo que se ha filtrado de la grabación de su entrevista (la primera que concede desde que la UCI confirmara su sanción a perpetuidad y la pérdida de sus siete Tours por dopaje) por la periodista Oprah Winfrey que emitirá la televisión en Estados Unidos la madrugada del próximo viernes, Lance Armstrong es, sin embargo, uno más (o uno menos, según como se mire), un hombre perdido y débil que, como muchos a los que despreciaba antes que él admitieron doparse para ser ciclistas, se justificó en el habitual ‘hice lo que hacían todos’. Armstrong, dicen los que lo oyeron, se confesó como uno más dentro del equipo al menos en este sentido, uno que no hacía lo que hacían sus compañeros. Confesarse igual a los demás: primera humillación voluntaria del supercampeón que se creía el sistema y acabó descubriéndose un peón más
La segunda humillación, la que conduce directa por el camino de la venganza, debió de ser incluso más difícil de tragar ante la dulce Oprah, el confesionario de América: Armstrong, el hombre que ridiculizó y humilló, y amenazó y silenció, a Simeoni y a Bassons, y a aquellos, a los que llamaban chivatos en el pelotón, que por una razón u otra decidieron dar un paso adelante y denunciar a aquellos que organizaban el dopaje en el ciclismo, vino a admitir, según el New York Times, que él también acabará siendo un chivato, un ser humano acorralado, que testificará donde deba contra aquellos “poderosos” que no solo sabían que se dopaba, sino que lo facilitaban. Contra quien no testificará será contra sus compañeros de equipo, médicos o directores. “No implicará a nadie que no esté implicado”, dicen gentes cercanas a él. “Será lo que sea, pero no es ni un cobarde ni un mentiroso”.
Sean cuales sean las razones de su decisión de admitir que se dopaba después de años y años de negarlo tajantemente, y no se sabrán quizás hasta que no se emita la entrevista, sea por venganza contra los que considera que le han traicionado, sea para reducir la sanción a perpetuidad por una suspensión de ocho años, ya completada, que le permita participar en las competiciones de Ironman (triatlón maratoniano) en las que demostraría que su físico es sobrehumano, incluso con 41 años, los que cumplió en septiembre, Armstrong está obligado a colaborar en la lucha antidopaje.
La Unión Ciclista Internacional puso en marcha en noviembre una comisión de investigación sobre su pasado reciente (UCIIC), justamente para responder a las críticas y sospechas de su papel en los años oscuros del ciclismo, y en los años Armstrong, sospechoso también de comprar el silencio de la federación internacional sobre algún supuesto positivo. Ayer, nada más saberse de la entrevista con Oprah Winfrey, la misma UCI emitió un comunicado de desafío: si ha confesado, decía, ahora debe testificar ante la UCIIC. Y eso es justamente lo que planea hacer el tejano, según el New York Times: denunciar las complicidades y los silencios de los dos últimos presidentes de la UCI, los hasta hace unos meses sus protectores, Hein Verbruggen y Pat McQuaid. Según fuentes conocedoras de la situación, su posible testimonio, unido al de otros dirigentes y responsables del ciclismo también convocados, constituiría una “bomba” más demoledora aún para la UCI y el ciclismo que lo que el propio caso Armstrong y demás escándalos de dopaje lo han sido hasta ahora.
Otro de los asuntos que preocupan y molestan a Armstrong estos días, otra de las posibles razones de salida del armario, es la demanda presentada por su excompañero Floyd Landis, que acusa al ciclista tejano y a US Postal, la empresa de correos, su patrocinador de 1998 a 2004, de fraude y estafa a la hacienda pública por usar dinero público para hacer trampas. Landis, como denunciante, se llevaría un 10% de las ganancias fraudulentas, que según algunos cálculos podría ser de hasta 100 millones de dólares, el triple de lo invertido en el patrocinio. En este terreno el movimiento de Armstrong es sibilino: según la CBS estaría en negociaciones con US Postal para devolverle algunos millones de dólares a cambio de poder declarar como testigo en el caso, y no como acusado. Desde ese estrado, Armstrong estaría dispuesto a acusar como responsable de la trama económica a otro de los traidores, el banquero Thomas Weisel, el hombre que puso en marcha el equipo y con el que el propio Armstrong hizo negocios hasta hace meses.
Todos son pasos inevitables y previos a su resurrección, la que le devolvería la condición de superhombre, la que anuncia, optimista, mientras sus amigos, los que le quedan, sin poder y atados, realistas, hablan de su camino de destrucción, de lo mal que lo tiene, de las consecuencias indeseables de sus acciones. La rehabilitación de su fascinación pública es otra historia, como bien saben Tiger Woods o Marion Jones, dos deportistas estrella que perdieron el respeto de los ciudadanos tras sus confesiones.